Las Bibliotecas científicas en “La Zona”

Enredadera, nº 35, julio 2020

Fernando del Blanco Rodríguez
fernando.delblanco@cid.csic.es 
Biblioteca. Centro de Investigación y Desarrollo Pascual Vila (CID-CSIC)
Barcelona


 

Acabamos de vivir una situación dramática cuyas consecuencias en todos los ámbitos –sociales, económicas, culturales, políticas, laborales, sobre la salud, etc.- aún están en su mayor parte por escribir. En nuestra pequeña parcela de este mundo recientemente tan zarandeado, una de las transformaciones más evidentes que hemos tenido que vivir las bibliotecas científicas durante el confinamiento y la desescalada ha sido la experiencia sostenida de “continuar haciendo biblioteca” trabajando desde nuestras casas, una circunstancia no exenta, en cierto modo, de la alegórica paradoja propia de un nuevo tiempo.

Con la consiguiente apertura del melón del teletrabajo en nuestra área hemos experimentado, a su vez, otro tipo de derivaciones colaterales: unas obvias -la drástica profundización de una tendencia que, de forma progresiva, ya estábamos observando algunas bibliotecas en los últimos años: el enorme auge de los servicios telemáticos y de las colecciones digitales, así como el no menor declive de los servicios presenciales y del valor inmediato de nuestras colecciones físicas- y otras no tanto –las incógnitas en torno a cómo resistirá el modelo de bibliotecas presenciales (las cuales, en esencia, comparten objetos) la nueva demanda de servicios y relaciones más asépticas y el temor al contacto compartido que aquellas propician.

Las transformaciones, bien sean paulatinas y meditadas o bien abruptas y repentinas, constituyen el marco deslizante en el que las bibliotecas llevamos operando desde hace ya algunas décadas, no deberían sorprendernos demasiado. Sin embargo, en este caso y, como está ocurriendo en otros ámbitos, sobrevuela sobre nosotros por enésima vez un cierto aroma de “cambio de época”.

Algo se está haciendo muy bien si hemos conseguido llegar a un punto en el que somos capaces de suministrar desde cualquier lugar (la cima de una montaña, por ejemplo) y de forma instantánea una respuesta a la necesidad informativa de un usuario; si con la amplitud de las colecciones digitales y la versatilidad de acceso se ha dotado a los investigadores de una autonomía inaudita y si eso ha redundado en un servicio más preciso, rápido y polivalente. Ese algo nos ha permitido –al menos en mi caso- cumplir en un porcentaje muy alto las demandas de los investigadores y los flujos de trabajo más determinantes mientras, al mismo tiempo, hacía malabares –como muchos otros trabajadores del país- compartiendo el cuidado de los hijos y las personas dependientes, las tareas domésticas y todo lo demás (la conciliación de todas estas esferas ya es un asunto aparte y merecería consideraciones no poco extensas que, sin embargo, no son el objeto central de este artículo). Pero a pesar de todo, gracias a los medios tecnológicos y a la transformación del acceso a la información académica, hemos podido hacerlo. Y eso es muy importante. Hemos continuado siendo biblioteca desde la distancia con espeluznante éxito, incluso desde la cima de una montaña.



Cuando durante los días de confinamiento trabajaba desde casa (permanentemente rodeado de mis hijos, sin incómodos traslados en transporte público, con barbas kilométricas...) y reflexionaba sobre la tensión entre las dos almas de nuestras bibliotecas -la presencial y la digital- notaba también cómo esa misma tensión se trasladaba a mi propia perspectiva sobre lo que es y puede ser nuestro trabajo a corto y medio plazo:

Por un lado, durante este período se ha intensificado mi impresión de que los factores antes apuntados, todas esas capacidades y potencialidades, sumados al contexto derivado por el COVID-19, nos invitan a apostar por un modelo mixto de trabajo –presencial + teletrabajo- que optimice los flujos que generan estas dos almas para aprovechar todas sus ventajas (evidentes, por otra parte, para propiciar modelos de conciliación real y efectiva con nuestra esfera familiar, y también claves para los nuevos modelos de movilidad urbana y metropolitana que han de venir más pronto que tarde).

Sin embargo, por el otro lado, no he podido dejar de pensar también que algo intangible e inefable se está perdiendo con el -¿provisional?- confinamiento de nuestras estanterías y la ahora multiplicada soledad de los pasillos (no hay ya posibilidad de enamorarse en ellos) . Y no he podido dejar de sospechar que esta situación se agudizará aún más con el arresto espacial y temporal –no es poca parábola- al que se van a ver sometidos los libros entre mano y mano, a las nuevas barreras que han surgido entre obra y lector –y entre bibliotecario y lector-, a las diferentes restricciones a las que estarán sometidas nuestras instalaciones o a la construcción de una “distancia social” también necesaria entre libros y personas.

Para ilustrar el dilema derivado de esa dualidad y de esa tensión dentro de mi perspectiva particular –al menos en el espectro nebuloso de los deseos- me vino a la cabeza una escena de la onírica película Stalker, del director soviético ya fallecido Andrei Tarkovsky. En ella, tres personajes, el stalker o guía, junto a un escritor y un científico, emprenden un viaje hacia “La Zona”, un lugar que, en teoría, cumple los deseos de todo aquel que consigue llegar a ella. Lo más delicado del asunto –aparte de los peligros físicos que han de esquivar- es que “La Zona” únicamente concede los deseos más profundos (es decir, aquellos inconscientes e involuntarios), los cuales, evidentemente, no tienen por qué corresponder con el motivo –al menos confesable- por el que se acude a ella. 

Llegados a “La Zona” (no se preocupen, el spoiler es únicamente parcial), el científico y el escritor han de decidir si están en condiciones de hacer uso del privilegio ante el que se encuentran. ¿A qué responden sus verdaderos deseos, algo que en su último término no son capaces de controlar? 

¿Puede ser que las bibliotecas científicas hayamos llegado -¿de nuevo?- a “La Zona”, a ese contexto espacio-temporal en el que es posible determinar qué queremos ser durante los próximos años? ¿De qué manera nos gustaría configurarnos si partimos del reconocimiento de que nuestro cuerpo esencial se compone de estas dos almas? 

Evidentemente, como habrán podido constatar, aquí solo se habla de deseos - y en la vida real los deseos pintan poco- pero también de la responsabilidad de desear, lo que está relacionado con el conflicto que supone hacerlo con desnuda sinceridad y hasta las últimas consecuencias, y también con la preparación reflexiva que convendría emprender antes de asumir sus implicaciones. No habría que olvidar que de los deseos –cuando se puede- surgen las ideas y los proyectos. Y de estos su materialización.

¿Qué es lo que podremos ser durante y después del COVID-19? 

Al menos deberíamos tener claro lo que nos concedería “La Zona” como respuesta a nuestra verdadera voluntad. 

Si es que nos atrevemos. Y reflexionar sobre ello. 

 

Ilustraciones: Francisco Martínez Gómez

Volver al índiceSubir